Después de treinta años de tumultos y desórdenes, finalmente el venerado anciano se encontraba a las puertas de la muerte. Era el año 458. El anciano yacía inmóvil en su lecho de enfermo, que él sabía sería su lecho de muerte. Durante los últimos días de su vida había tenido la oportunidad de considerar sus luchas como Patriarca de Jerusalén: como un dedicado líder de la Iglesia que había hecho lo mejor que pudo para servir a Dios y a sus compañeros cristianos durante el tumultuoso siglo V.
Para el gran Juvenal, que había nacido alrededor del año 380 y había sido amigo cercano y compañero de algunos de los más reconocidos monjes y ascetas de la Iglesia primitiva – incluidos Eutimio, Teodosio, Gerásimo y Simeón el Estilita–, lo único que importaba ahora era la inmensa gratitud que sentía hacia el Dios Todopoderoso. Estaba agradecido por muchas cosas, por supuesto, pero solo una cosa estaba por encima de todas las demás. Durante tres décadas de luchas continuas desde que Juvenal llegó a ser patriarca en el año 429 de nuestro Señor, los herejes no pudieron conseguir erosionar la pureza de la fe ortodoxa. Sin embargo, lo intentaron. Y más de una vez estuvieron a punto de lograrlo. ¡Qué peligrosos habían sido para la fe auténtica enseñada por el Santo Redentor! Mientras que algunos de esos falsos maestros insistían en que Cristo Jesús era un simple mortal, nada más que un sabio y gentil profeta, otros afirmaban que el Salvador de la humanidad era simplemente parte de Dios, sin nada de humano. Trágicamente, esas herejías habían errado en parte más importante de todo el credo; la idea impulsada por San Juvenal a lo largo de toda su vida fue que Jesús era, de hecho, “consustancial”; que su naturaleza era humana y divina y una al mismo tiempo.
Recostado en su lecho de muerte, San Juvenal pronunció en silencio una oración de gracias.
En sus recuerdos, incluidos los más antiguos, se encontraba luchando contra los herejes. Figura atrevida, él había luchado en dos de los más importantes Concilios Ecuménicos de la historia de la Iglesia Primitiva: el III Concilio, que había tenido lugar en Éfeso (hoy parte de la moderna Turquía) en el año 431, y el IV Concilio, celebrado en Calcedonia exactamente veinte años después también en el Asia Menor, en lo que hoy en día forma parte de Turquía. En Éfeso, cuyo Concilio fue presidido por el gran Cirilo de Alejandría, el agudo Juvenal se vio forzado a combatir contra la blasfema herejía del peligroso Nestorio, que insistía en que Cristo era simplemente el hijo mortal de la Bienaventurada Virgen María. Dos décadas después, en Calcedonia en el año 451, se le convocó para enfrentarse contra el desacertado dogma propuesto por Eutiques y Dióscoro; ambos eran zelotas que proclamaban a voces que Cristo era divino, pero sin ningún tipo de naturaleza humana. En ambas asambleas el valeroso Juvenal y sus aliados se las arreglaron para prevalecer, y el Patriarca pudo regresar a su puesto en Jerusalén con oraciones de gratitud y con mucho alivio, pero, desafortunadamente, los herejes no habían sido disuadidos, por lo que continuaron conspirando en contra del credo ortodoxo. En un momento, incluso, el Patriarca fue expulsado de la Ciudad Santa después de que Dióscoro se las hubiera arreglado para persuadir al poderoso Teodosio, hombre de iglesia, de lo correcto de sus puntos de vista. Teodosio respondió entonces nombrándose a sí mismo patriarca de Jerusalén. Apoyado durante algún tiempo por la emperatriz Eudocia, viuda del muy amado emperador Teodosio el Joven, el usurpador se las arregló para mantenerse en el trono del Patriarca por un breve período de 20 meses, pero finalmente, gracias a Dios, la Emperatriz, que había ido a ver al gran monje y asceta Simeón el Estilita, fue convencida por este de que el impostor debía ser desenmascarado y que su herejía fuese cortada de raíz. Totalmente convencida por el gran monje, la entonces Emperatriz se levantó contra el falso Patriarca Teodosio y ordenó que San Juvenal fuese restablecido a su autoridad clerical en Jerusalén. Esta lucha desesperada se desarrolló durante el reinado de Marciano y Pulqueria en Constantinopla. Durante los casi dos años en los que el apóstata Teodosio gobernó en la Ciudad Santa, los creyentes cristianos de Jerusalén llegaron a ser confundidos peligrosamente; sin embargo, gracias a la inacabable paciencia y tenacidad de San Juvenal, esto no ocurrió.
Para este santo en su lecho de muerte la gran alegría de la Ortodoxia se podía escuchar en el maravilloso resumen que San Cirilo había hecho para el III Concilio en el año 431, cuando describía la doble naturaleza de Jesús Cristo el Hijo de Dios en un sonado pronunciamiento:
“Nosotros no predicamos a un ser humano deificado; por el contario, confesamos a Dios que se ha encarnado. No tuvo madre en lo que se refiere a la esencia y tampoco padre en lo que se refiere a familia en la tierra.”
La vida del Patriarca San Juvenal suena con la autoridad de un Padre de la Iglesia que nunca dejó de luchar para proteger la vida espiritual de su rebaño. En ese sentido, la propia historia del Patriarca refleja la historia de su amada Iglesia como la saga de una batalla continua para mantener pura y sin mancha la Palabra Santa de Dios Todopoderoso.
Fuente: laortodoxiaeslaverdad.blogspot.com
Adaptación propia