XIV Domingo de Lucas


¡Señor, ten piedad!


El ciego «empezó a gritar diciendo: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”».


El grito es una fuerte reacción natural que surge de la necesidad, la incapacidad y el dolor. Aún es más fuerte la expresión «ten piedad» que goza de un lugar muy privilegiado en la tradición cristiana y la repetimos frecuentemente durante los Servicios litúrgicos, tres, doce o cuarenta veces. No se trata de una repetición hueca, sino de un tocar insistente, de una espera confiada y de una encomienda constante de nuestra vida –con sus aflicciones y alegrías– en las manos de Cristo nuestro Dios.


Sería propio mencionar el gran vigor que esta expresión tiene en el idioma árabe: irjam, verbo derivado de rájem que significa «matriz». En este sentido, «piedad» es lo que la madre le da de vida al embrión. Entonces, el «apiadarse» no es un estado de solidaridad que le pedimos a Dios que tenga por nosotros, sino una acción vivificadora. No es que pidamos a Dios tenga mera compasión o lástima por nuestras miserias, sino que actúe en nosotros y nos revivifique, santificando, iluminando y divinizando nuestra vida. Ésta es la esencia del clamor.


El libro de los Salmos está lleno de la súplica:


«Apiádate de mí, oh Dios». La santidad del rey David, quien los compuso, no se debe a su estado exento de pecado –ya que su vida, en ciertos momentos, había sido manchada con sangre y con actuaciones indebidas–, sino más bien a su preocupación e iniciativa para advertir sus propias transgresiones, confesarlas y exclamar con fuerza: «ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia» (Sal 50:1). El que grita es porque tiene dolor, pero quienes no sienten dolor alguno, no necesariamente están sanos, y la anestesia sólo hace olvidar el dolor pero no cura la enfermedad.


«Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia.» (1Jn 1:8-9).


El pecado mayor consiste en que a menudo nos distraemos de la vigilia de nuestra vida y nos anestesiamos con la indeferencia y el olvido. Quizás fuera mejor, en todo caso, que caigamos delante de Dios, que nos postremos ante Él pidiéndole misericordia: «Señor, ten piedad». Es entonces cuando Él, a través del cordón umbilical de nuestra confesión, nos da de su propia vida, vida verdadera, luz fulgurante que penetra nuestra oscuridad y abre

los ojos de nuestro corazón. Amén.


LECTURAS


Lc 18,35-43: En aquel tiempo, cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: «Pasa Jesús el Nazareno». Entonces empezó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.



Fuente: iglesiaortodoxa.org.mx / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española

XIII Domingo de Lucas


Dura es la palabra de Dios


En la lectura evangélica de hoy, un joven vino a donde Jesús buscando «la vida eterna». Cristo le dijo con el corazón en la mano: «Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme.» Se lo dijo porque supo que la riqueza fue para este joven –como lo es para muchos– un tropiezo en el camino. Luego dice Jesús a sus discípulos: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de Dios.» Ellos se escandalizaron por la dureza de la palabra del Señor y, extrañados –al igual que nosotros–, dijeron: «Entonces, ¿quién se podrá salvar?» Y en otra ocasión, los discípulos le reclamaron: «Dura es esta doctrina, ¿quién puede escucharla?» (Jn 6:60).


Cuando el joven le respondió a Jesús: «Todo eso (los diez mandamientos) lo he guardado desde mi juventud», Jesús no lo justificó, como hubiera hecho cualquier maestro de la Ley, ni lo alabó, sino que «lo amó» –nos informa exclusivamente el Evangelista Marcos (Mc 10:21)–, y «al que ama el Señor, disciplina» (Heb 12:7). Cristo amó al Joven rico y, por eso, le ofreció esta vocación, que no era tanto el «vende todo y repártelo a los pobres», sino el «ven y sígueme». Jesús, en su plena sabiduría, supo que el apego a lo material le impedía seguir la vocación.


Dice el Señor, por la boca del profeta Jeremías: «¿No es así mi palabra, como el fuego, y como un martillo golpea la peña?» (Jr 23:29). También dice: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra […] ¿Creen que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, se lo aseguro, sino división.» (Lc 12:49-51). El camino que Cristo ofrece no se identifica con una religiosidad ligera que busca «paz» que acaricia nuestras emociones religiosas; Él no adorna las dificultades para que aparezcan atractivas, sino que llama a las cosas por su propio nombre.


La verdad es que una persona rica en su dinero, a menudo se preocupa por éste a tal grado que llega a considerarlo como el «salvador»; y sin darse cuenta, la abundancia de riquezas lo va empujando hacia la idolatría, de donde caerá. Jesús dispone como salida de esta trampa repartir y compartir la riqueza con los necesitados. Es cierto que uno solo no puede resolver los problemas de la pobreza en el mundo, pero sí todos –estemos donde estemos– nos topamos con pobreza. Entonces compartamos con los que necesitan de nosotros, en cuyo camino Dios nos ha puesto; que nuestra ayuda sea verdadera y efectiva y no simbólica. La virtud de esta acción es doble: quema la adhesión al dinero que está en mi interior, y con la caridad afirma el amor hacia mis hermanos.


Quizás esta práctica turba a uno si las riquezas lo tienen sometido, pero recordemos que la bondad y la salvación cristianas requieren de fatigas, esfuerzo, sacrificio y dominio de sí, porque la palabra de Dios es «como fuego, como un martillo que golpea la peña.».


LECTURAS


Lc 18,18-27: En aquel tiempo, uno de los principales le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?» Le dijo Jesús: « ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios. Ya sabes los mandamientos: No cometas adulterio, no mates, no robes, no levantes falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre.» El dijo: «Todo eso lo he guardado desde mi juventud.» Oyendo esto Jesús, le dijo: «Aún te falta una cosa. Todo cuanto tienes véndelo y repártelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sígueme.» Al oír esto, se puso muy triste, porque era muy rico. Viéndole Jesús, dijo: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el Reino de Dios.» Los que lo oyeron, dijeron: « ¿Y quién se podrá salvar?» Respondió: «Lo imposible para los hombres, es posible para Dios.»


Fuente: iglesiaortodoxa.org.mx / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española

VIII Domingo de Lucas


En esta parábola, Jesús nos hace ver que en ocasiones, los funcionarios de la religión, no saben amar. Es un samaritano, un hereje quien cumple de verdad con la ley de Dios, " Amarás a Dios y a tú prójimo", lo podemos encontrar en el Antiguo Testamento: Ex 20,12; Lev 19,18; Dt 6,5; también en los profetas; Jeremias, Isaías, Ezequiel. No podemos agradar a Dios sin amar a nuestro prójimo, esta es la base de la moral cristiana.


El Sacerdote y el Levita, pasan de largo:


¿Para no contaminarse?


¿Porque llevaban prisa?


¿Porque no querian complicarse la vida?


Les faltó compasión, lo que sí tuvo el Samaritano.


¿Y quienes eran los Samaritanos?


Samaria fué Capital del Reino del Norte de Israel. Grandes profetas como Elias, Oseas y otros vivieron y predicaron allí. En el año 721 AC cae bajo el Rey Sargón de Asiria, quien deportó a muchisimos isaraelitas y en su lugar trajo colonos y personas de Babilonia y otros pueblos paganos. Estos se mezclaron con la poca población Judia existente en el lugar. Se dió una fusión de poblacion, costumbres y sobre todo de espiritualidad y religión, perdiéndose la pureza del judaismo. En el año 332 AC Alejandro Magno conquistó Samaria y trajo a muchos sirios y macedonios que se unen a la población ya existente. Los samaritanos de aquel tiempo aceptaban el Pentateuco, pero tenian influencias de otras religiones. Construyeron un Templo en un Monte que creían Santo, Gerizim. Los judíos consideraban a los samaritanos impuros y herejes y sentian una gran antipatia hacia ellos.


Sin embargo el samaritano de la parábola, actuó como un verdadero Hijo de la Luz, con el hombre mal herido. Dice el Señor, que se le acercó, es decir se hizo próximo, curó las heridas con aceite y vino, lo ungió y le dió un masaje, le prestó su caballo, lo llevó a la posada, lo cuidó, empleando su tiempo y esfuerzo, y además ofreció su dinero al mesonero por los gastos que ocasionara. ¡Que gran hombre! Su amor no fué teorico, sino práctico y activo.


El Señor en esta parábola nos anima a combatir el egoísmo de quienes solamente aman a los suyos por conveniencia, pero no reconocen como prójimo al extranjero, al hombre de color, al de otro credo, etc. Jesús les dirá a los judíos que incluso hay que amar a los enemigos (Mt 5,43-44)


Sembrando el bien, venceremos al mal. Todo el saber cristiano y teológico no sirve de nada, si el amor a Dios y al prójimo no determina la conducta de nuestra vida.


¿Que debemos hacer?


Lo que hizo el samaritano, amor activo hacia los desfavorecidos, como le dijo el Señor al doctor de la Ley: Vete y haz tú lo mismo.


P. Arcipreste Miguel Moreno Martín


LECTURAS


Lc 10,25-37: En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?». Él le dijo: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo». Él le dijo: «Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús: «¿Y quién es mi prójimo?». Respondió Jesús diciendo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Anda y haz tú lo mismo».



Fuente: Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española