“Abba, dime una palabra”. En el siglo IV, en el desierto de Scete, era costumbre acudir a un anciano para pedirle un consejo espiritual. Una de las particularidades del cristianismo bizantino es haber conservado esta tradición viva. El lugar del padre espiritual en ella no solo es legítimo, sino considerado absolutamente indispensable. Porque la persona es tan única y múltiple que no siempre encuentra en su parroquia exacta o completamente lo que conviene a su ser más profundo. Espiritualmente, puede necesitar algo más para sentirse plenamente satisfecha, y es a través de un padre espiritual —que lo acogerá en su singularidad y lo pondrá en una relación viva con Dios— que podrá encontrar equilibrio y plenitud.
Es una gran bendición para la Iglesia bizantina haber sabido guardar este equilibrio entre una vida eclesial necesaria y enriquecedora —con los oficios litúrgicos, los sacramentos, la oración personal, la predicación, etc.— y este movimiento de padres espirituales que, trascendiendo la institución desde dentro, permite a la Iglesia convertirse en un grupo de personas que pertenecen a Dios, viviendo de Dios y constituyendo cada una un reflejo particular de Dios. Si la Iglesia es un poco como una hermosa joya compuesta por varias piedras de muy variados colores y tamaños, el papel del padre espiritual es ayudar a cada piedra a encontrar su lugar adecuado para que el conjunto sea la imagen de la belleza divina.
¿Quién es padre espiritual?
Nadie puede poner en la puerta de su habitación o casa: “Aquí, padre espiritual”. En cambio, muy bien se puede indicar: “Confesor”. Es necesario, por tanto, diferenciar bien las cosas. Existe el rol del sacerdote, que confiesa y bendice de parte de Dios, que permite a quien — en estado de humildad— ha venido a decir sus errores y debilidades, levantarse nuevamente ante Dios. Este es un servicio de la Iglesia muy preciso, que requiere una ordenación, una bendición especial. En cambio, el rol del padre espiritual —o starets, en ruso— es de orden profético, carismático; se relaciona directamente con la obra del Espíritu Santo. Alguien es reconocido como la “boca” e “instrumento” del Espíritu Santo; no es él mismo, sino quienes se acercan a él, quienes hacen de una persona un padre o madre espiritual. A diferencia de la función de confesor, reservada a los sacerdotes, cualquier hombre o mujer, cualquiera que sea su condición o posición en la Iglesia, puede desempeñar este rol.
Numericamente, es cierto que los monjes han ocupado y ocupan aún un lugar importante en este movimiento. A menudo, los padres espirituales se inscriben en una filiación que puede remontarse muy lejos a través de los linajes de los santos. Así, por ejemplo, el archimandrita Sofronio (1896-1993) fue discípulo de san Silvano el Athonita (1866-1938). Que estos padres espirituales sean renombrados o no carece de importancia. Lo esencial no es la personalidad del padre espiritual, sino que el Espíritu Santo pueda obrar a través de ella.
Guía del alma
Es totalmente posible, para un padre espiritual bizantino, tener discípulos no bizantinos. En primer lugar, porque el Espíritu sopla donde quiere, como quiere y cuando quiere. Luego, sea cual sea su identidad religiosa, si alguien en una búsqueda sincera de Dios acude a un padre espiritual, este no tiene derecho a cerrarle la puerta.
Abba Poemen, un padre del desierto del siglo IV, decía: “Sé un modelo para tus hermanos, no un legislador”. El primer rol que las personas esperan de un padre espiritual es ciertamente el de consejero, acompañante, algo así como un guía de montaña. Esto presupone que tenga experiencia de la vida en Dios, que conozca los caminos que conducen a la cima, los escollos, los callejones sin salida, las trampas a evitar.
Desde esta perspectiva, existen diferentes estilos de paternidad espiritual, que van desde la orden sin explicación (“debes hacer esto”) a la propuesta que apela a la libertad y la responsabilidad del hijo espiritual. No hay que oponer estos diferentes; puede, en efecto, que algunas personas, en ciertos momentos, necesiten consejos más directivos que otras o que en otros momentos de su existencia. Pero en ningún caso se trata de “dirección de la conciencia”, expresión que hace erizar todos los pelos de mi barba.
Una vez más, se trata para el padre espiritual de ser el canal del Espíritu Santo. Su consejo no debe provenir de un enfoque intelectual, de su propio razonamiento lógico o ético —consistente, por ejemplo, en sopesar los pros y los contras—, sino de la inspiración que Dios le comunicará en su corazón mediante la oración. Un gran santo ruso del siglo pasado, Serafín de Sarov, percibía esto muy bien en sus conversaciones espirituales. Podía interrumpir un diálogo dando su bendición y diciendo: “Ahora vete, se acabó. Porque si continúo, seré yo quien hable y ya no el Espíritu Santo en mí”.
En todo esto, no debe olvidarse que la paternidad espiritual es relación, interacción entre dos personas. Cuando el hijo espiritual acude a su padre espiritual, debe haberse preparado para esta entrevista en oración; si no busca a Dios con todo su corazón, si el orgullo ha sustituido la entrega o la humildad, si acude solo para obtener una respuesta humana o la confirmación de sus proyectos, ¿qué puede hacer el padre espiritual? ¿Cómo puede ayudar a la persona a discernir la voluntad de Dios? No, para que esto funcione, es necesario un deseo incondicional de Dios.
Decir que la paternidad espiritual es interacción, también significa que es un encuentro profundo. El padre espiritual no trata con un número ni con un individuo, sino con una persona, irreductiblemente única en su ser, su experiencia espiritual, su relación con Dios, su situación existencial; está llamada, por tanto, a hacer o decir lo que sea más adecuado para ella. A la misma pregunta formulada por dos personas, podrá, por lo tanto, responder “negro” a una y “blanco” a la otra.
Una forma de alumbramiento
Lo que molesta a algunas personas sobre la paternidad espiritual es que se utiliza la palabra “padre”, cuando Cristo lo ha claramente desaconsejado (Mt 23:9). De hecho, existen varias interpretaciones de esta frase; en mi opinión, Cristo nos advierte principalmente que no hacer de nosotros ni a los demás “padres”, es decir, de no ocupar el lugar de Dios o poner a nadie en el lugar de Dios Padre. Pero cuando se habla de padre espiritual con “p” minúscula, significa que por gracia, por determinación divina, una persona ha sido elegida para ayudar a otra a nacer a la vida en Dios, para consolarla o para poner ante sus ojos un espejo donde pueda verse tal como es, desnuda ante Dios.
Ciertamente, el padre espiritual tiene una responsabilidad importante, pero no debe ser colocado en un pedestal, ni mucho menos idolatrado, porque no es él quien actúa, sino el Espíritu Santo. Por lo tanto, sigue siendo una persona ante Dios, con su propia búsqueda espiritual, sus propios sufrimientos, sus propios pecados, etc. Es por ello que nadie puede gloriarse del título de starets o padre espiritual. No puede más que estar en temor y temblor.
Personalmente, no me gusta que me llamen “padre espiritual”. Como mi primer padre espiritual, que era un sacerdote casado, quiero ser un “hermano espiritual”, pero nada más.
Un ser de compasión
Entre las diversas dimensiones de la paternidad espiritual, hay una que es aún más importante que la del consejo: la compasión. El padre espiritual, en efecto, lleva a su hijo espiritual en su corazón hasta el final, incluso en su pecado. Así, puede suceder que el padre espiritual discierna que, por diversas razones —pudor personal, preparación insuficiente, incapacidad espiritual, etc.—, el hijo espiritual no llega a abrir su corazón completamente, a presentar serenamente sus pecados ante Dios. Esta situación puede ser muy dura, dolorosa, pero el padre espiritual debe ser capaz de decirle a Dios: “Que sus pecados recaigan sobre mis hombros; es a mí a quien debes acoger con sus faltas”.
Por tanto, lo que hace de un ser un padre espiritual es, ante todo, su capacidad de oración, de intercesión, de compasión por los demás, su capacidad de tomar sobre sí los sufrimientos y pecados ajenos ante Dios. En otras palabras, el pecado del otro se convierte en mi propio pecado, su sufrimiento en mi sufrimiento. Esto es lo que debo presentar ante Dios, en una experiencia de compunción, conversión, lágrimas y súplicas.
Nos encontramos aquí en el corazón de la experiencia de la paternidad espiritual, que es también el significado profundo, ontológico, del segundo mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Esta es sin duda la experiencia más terrible. La más terrible porque, si se practica, es necesario saber aguardar y acoger la gracia sin la cual nada es posible, y si no la practicamos, nos hacemos responsables ante Dios de no haberla practicado. Esta es verdaderamente la cruz del padre espiritual, la copa que debe beber hasta el final y que puede ser amarga, muy amarga.
De hecho, el padre espiritual no tiene elección. Si quiere vivir en Cristo y que Cristo viva en él, debe entrar en la misma kénosis que Cristo, el Verbo hecho carne. Pero ¿no es esta la labor cristiana por excelencia?
Higúmeno Simeón (palabras recogidas por Maxime Egger)
Fuente: Revista Itinéraires, nº 23, 1998.
Traducción del francés: Martín E. Peñalva
Adaptación propia