¡Señor, ten piedad!
El ciego «empezó a gritar diciendo: “¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!”».
El grito es una fuerte reacción natural que surge de la necesidad, la incapacidad y el dolor. Aún es más fuerte la expresión «ten piedad» que goza de un lugar muy privilegiado en la tradición cristiana y la repetimos frecuentemente durante los Servicios litúrgicos, tres, doce o cuarenta veces. No se trata de una repetición hueca, sino de un tocar insistente, de una espera confiada y de una encomienda constante de nuestra vida –con sus aflicciones y alegrías– en las manos de Cristo nuestro Dios.
Sería propio mencionar el gran vigor que esta expresión tiene en el idioma árabe: irjam, verbo derivado de rájem que significa «matriz». En este sentido, «piedad» es lo que la madre le da de vida al embrión. Entonces, el «apiadarse» no es un estado de solidaridad que le pedimos a Dios que tenga por nosotros, sino una acción vivificadora. No es que pidamos a Dios tenga mera compasión o lástima por nuestras miserias, sino que actúe en nosotros y nos revivifique, santificando, iluminando y divinizando nuestra vida. Ésta es la esencia del clamor.
El libro de los Salmos está lleno de la súplica:
«Apiádate de mí, oh Dios». La santidad del rey David, quien los compuso, no se debe a su estado exento de pecado –ya que su vida, en ciertos momentos, había sido manchada con sangre y con actuaciones indebidas–, sino más bien a su preocupación e iniciativa para advertir sus propias transgresiones, confesarlas y exclamar con fuerza: «ten piedad de mí, oh Dios, según tu gran misericordia» (Sal 50:1). El que grita es porque tiene dolor, pero quienes no sienten dolor alguno, no necesariamente están sanos, y la anestesia sólo hace olvidar el dolor pero no cura la enfermedad.
«Si decimos: “No tenemos pecado”, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia.» (1Jn 1:8-9).
El pecado mayor consiste en que a menudo nos distraemos de la vigilia de nuestra vida y nos anestesiamos con la indeferencia y el olvido. Quizás fuera mejor, en todo caso, que caigamos delante de Dios, que nos postremos ante Él pidiéndole misericordia: «Señor, ten piedad». Es entonces cuando Él, a través del cordón umbilical de nuestra confesión, nos da de su propia vida, vida verdadera, luz fulgurante que penetra nuestra oscuridad y abre
los ojos de nuestro corazón. Amén.
LECTURAS
Lc 18,35-43: En aquel tiempo, cuando se acercaba a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron: «Pasa Jesús el Nazareno». Entonces empezó a gritar: «¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!». Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». Jesús se paró y mandó que se lo trajeran. Cuando estuvo cerca, le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?». Él dijo: «Señor, que recobre la vista». Jesús le dijo: «Recobra la vista, tu fe te ha salvado». Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.
Fuente: iglesiaortodoxa.org.mx / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española