“Para no hacer inútil el ayuno"
"Ayunando de alimentos, alma mía, sin purificarte de las pasiones, en vano te alegras por la abstinencia, porque si ésta no llega a ser para tí ocasión de corrección, eres mentirosa y odias a Dios y te asemejas a los demonios que no comen nunca. No hagas, por tanto, inútil el ayuno pecando, sino permanece inmóvil bajo los impulsos inconscientes, dándote cuenta que estás junto al Salvador crucificado, o mejor que estés crucificada junto a Aquél que por ti ha sido crucificado, gritándole: acuerdate de mí Señor, cuando llegues a tu Reino".
Los Cuarenta Días de Gran Cuaresma comienzan el Lunes Limpio o Puro, y en ellos se sigue una dieta sin productos de origen animal, con el agregado de que en muchos días también se excluye el uso de aceite. En dos fiestas específicas durante la Cuaresma (la Anunciación y el Domingo de Ramos), se permite el pescado. El ayuno se prescribe hasta la Pascua.
Como decimos, la Cuaresma bizantina comprende cuarenta días - del lunes de la primera semana al viernes anterior al Domingo de Ramos - y trata las semanas de lunes a domingo, presentando el camino semanal hacia el Domingo al igual que la misma Cuaresma hacia la Pascua. También hace una clara distinción ente el sábado y el domingo y los demás días: en los primeros se celebra la Divina liturgia (el domingo con la anáfora de san Basilio, el sábado con la de san Juan Crisóstomo), mientras que en los días feriales solo el oficio de las horas, añadiendo durante las vísperas del miércoles y el viernes la Liturgia de los Presantificados, es decir, la comunión con el Cuerpo y la Sangre del Señor consagrados el domingo anterior.
La cuaresma bizantina es un periodo muy rico en la elección de los textos bíblicos: salmos, lecturas; en la himnografía y en las lecturas de los padres. Los textos himnográficos se centran, sobretodo, en el tema del alma humana, dominada por el pecado, que encuentra por medio de la Cuaresma la posibilidad de la salvación. En la cuaresma comienza el camino de retorno que culminará cuando Cristo mismo, en el misterio pascual, desciende a los infiernos y le da su mano para llevarlo de la muerte y regresarlo al Paraíso, que es casi perfonificado en la oración de la Iglesia.
La cuaresma tiene cinco domingos. En cada uno de ellos vemos un doble aspecto: por una parte las lecturas bíblicas que preparan al bautismo, por otra los aspectos históricos y hagiográficos. En el domingo de la Ortodoxia la vocación de Felipe y Natanael es modelo de la vocación de cada ser humano y se celebra el triunfo de la ortodoxia sobre la iconoclastia y el restablecimiento de la veneración de los iconos. En el domingo de san Gregorio Palamás se recuerda la fe del paralítico curado por Cristo. El domingo de la Exaltación de la Santa Cruz está dedicado a la veneración de la Cruz victoriosa de Cristo, llevada solemnemente al centro de la iglesia y es venerada por los fieles durante toda la semana como signo de victoria y de gloria, no de sufrimiento. En el domingo de san Juan Clímaco, modelo de ascesis, se celebra la curación del endemoniado, y en el de santa María Egipciaca, modelo de arrepentimiento, el anuncio de la resurrección. El sábado de la quinta semana se canta el himno "Akathistos", oficio dedicado a la Madre de Dios.
La sexta y última semana de cuaresma, llamada de Ramos, tiene como centro la figura de Lázaro, el amigo del Señor, desde el momento de la enfermedad, hasta la muerte y su resurrección. Los textos nos acercan a aquello que se manifestará plenamente en los días de la Semana Santa, es decir, la Filantropía de Dios manifestada en Cristo, su amor real y concreto por el hombre. Toda la semana está enmarcada en la contemplación del encuentro, ya cercano, entre Jesús y la muerte, la de su amigo primero, la suya propia la semana después. Los textos litúrgicos nos invitan a involucrarnos en este camino de Jesús hacia Betania, hacia Jerusalén. En la Liturgia bizantina no somos nunca espectadores, sino siempre somos participantes y concelebrantes, presentes en la liturgia y en el evento de salvación que la liturgia celebra. Con las vísperas del sábado de Lázaro se concluye el periodo cuaresmal.
A lo largo de toda la cuaresma, la tradición bizantina recita al final de todas las horas del oficio la oración atribuida a san Efrén el Sirio, que resume el camino de conversión de cada cristiano: "Señor y Soberano de mi vida, no me des un espíritu de pereza, de indolencia, de soberbia, de vaniloquio. Dame, a mí, tu siervo, un espíritu de sabiduría, de humildad, de paciencia y de amor. Sí, Señor y Rey, dame el ver mis pecados y el no condenar a mi hermano, porque tú eres bendito por los siglos".
Manuel Nin, L'Osservatore Romano del 25 de Febrero de 2009. Traducción del original italiano: Salvador Aguilera López
La oración de San Efrén el Sirio en Cuaresma
De todos los himnos y oraciones de la Cuaresma, una corta oración puede ser calificada como la oración por excelencia de la Cuaresma. La tradición la atribuye a uno de los grandes maestros de la vida espiritual: San Efrén el Sirio. He aquí su texto:
Señor y Soberano de mi vida. Líbrame del espíritu de indolencia, desaliento, vanagloria y palabra inútil.
Y concédeme a mí, tu siervo pecador, el espíritu de castidad, humildad, paciencia y amor.
Sí, Rey mío y Dios mío, concédeme conocer mis propias faltas y no juzgar a mi hermano, porque eres bendito por siempre. Amén.
Esta oración es leída dos veces al final de cada oficio de Cuaresma de Lunes a Viernes (no los Sábados y Domingos, porque, como veremos luego, los oficios de estos días no siguen el patrón de la Cuaresma). En la primera lectura, una postración sucede a cada petición. Luego nos inclinamos doce veces diciendo: “Oh Dios purifícame a Mi pecador”. La oración completa es repetida con una última postración al final.
¿Por qué esta corta y simple oración ocupa un lugar tan importante en toda la adoración de Cuaresma? Porque enumera de un modo único todos los elementos positivos y negativos del arrepentimiento y constituye, por decirlo de algún modo, una “lista de chequeo” de nuestro esfuerzo individual de Cuaresma. Este esfuerzo apunta primero a nuestra liberación de algunas enfermedades espirituales fundamentales que dan forma a nuestra vida y que hacen virtualmente imposible para nosotros incluso comenzar a volvernos hacia Dios.
La enfermedad básica es la indolencia. Es esa extraña pereza y pasividad de nuestro completo ser que siempre nos empuja hacia “abajo” en vez de hacia “arriba” – que constantemente nos convence de que ningún cambio es posible y, por lo tanto, deseable. Es de hecho un cinismo profundamente enraizado que a cada reto espiritual responde “¿Para qué?” y hace de nuestra vida un enorme desperdicio espiritual. Es la raíz de todo pecado porque envenena la energía espiritual en su misma fuente.
El resultado de la indolencia es la pusilanimidad. Es el estado de desaliento que es considerado por todos los santos padres como el mayor peligro para el alma. El desaliento es la imposibilidad del hombre de ver cualquier cosa buena o positiva; es la reducción de todo al negativismo y pesimismo. Es verdaderamente un poder demoníaco en nosotros, porque el Diablo es fundamentalmente mentiroso. Él le miente al hombre sobre Dios y sobre el mundo; llena la vida de oscuridad y negación. El desaliento es el suicidio del alma, porque, cuando el hombre es poseído por él, es absolutamente incapaz de ver la luz y desearla.
¡Vanagloria! Por extraño que pueda parecer, son precisamente la indolencia y el desaliento los que llenan nuestra vida de vanagloria. Al viciar toda la actitud hacia la vida y volverla sin sentido y vacía, nos fuerzan a buscar compensación en una actitud radicalmente equivocada hacia los demás. Si mi vida no está orientada hacia Dios, no apunta hacia valores eternos, inevitablemente se volverá egoísta y egocéntrica, y esto significa que todos los otros seres se volverán medios para mi propia auto-destrucción.
Si Dios no es el Señor y Maestro de mi vida, entonces yo me vuelvo mi propio señor y maestro, el centro absoluto de mi mundo, y comienzo a evaluar todo en términos de mis necesidades, mis ideas, mis deseos, y mis juicios.
La vanagloria es entonces una depravación fundamental en mi relación con otros seres, una búsqueda de su subordinación a mí. No es necesariamente expresada en un verdadero impulso de mandar y dominar a los “otros”.
Puede resultar también en indiferencia, desprecio, falta de interés, consideración y respeto. Es verdaderamente indolencia y desaliento, dirigido esta vez a otros; completa el suicidio espiritual con el asesinato espiritual.
Finalmente, palabra inútil. De todos los seres creados, solo el hombre ha sido dotado con el don de la palabra. Todos los Padres ven en ella el verdadero “sello” de la Imagen Divina en el hombre, porque Dios Mismo es revelado como Verbo (Juan 1:1).
Pero, siendo el don supremo, es igualmente prueba de peligro supremo.
Siendo la misma expresión del hombre, el medio de su auto-realización, es por esta misma razón el medio de su caída y auto-destrucción, de traición y pecado. La palabra salva y la palabra mata; la palabra inspira y la palabra envenena. La palabra es el medio de la Verdad y la palabra es el medio de la mentira demoníaca. Teniendo al final un poder positivo, tiene por tanto un tremendo poder negativo. Verdaderamente crea positiva y negativamente. Cuando es desviada de su propósito y origen divino, la palabra se vuelve inútil. Refuerza la “indolencia”, el desaliento y la vanagloria, y transforma la vida en un infierno. Se vuelve el mismo poder del pecado.
Estos cuatro son, pues, “objetos” negativos del arrepentimiento. Son los obstáculos que hay que eliminar. Pero solo Dios puede eliminarlos. Por lo tanto, es la primera parte de la oración de Cuaresma, un grito desde el fondo del desamparo humano. Luego la oración se mueve a las miras positivas del arrepentimiento, que también son cuatro.
¡Castidad! Si uno no reduce este término -y sucede muy a menudo- solo a sus connotaciones sexuales, es entendido como la contraparte positiva de la indolencia. La indolencia es, primero que todo, disipación, el rompimiento de nuestra visión y energía, la discapacidad de ver el todo. Su opuesto es precisamente plenitud. Si habitualmente nos referimos a castidad como la virtud opuesta a la depravación sexual, es porque el carácter caído de nuestra existencia es aquí mejor manifestado que en la lujuria sexual, la alienación del cuerpo de la vida y el control del espíritu.
Cristo restaura la plenitud en nosotros, y lo hace al restaurar en nosotros la verdadera escala de valores al llevarnos de vuelta a Dios.
El primer y maravilloso fruto de esta plenitud o castidad es la humildad.
Ya hablamos de ella. Está sobre todo lo demás la victoria de la verdad en nosotros, la eliminación de todas las mentiras en las que habitualmente vivimos.
La humildad sola es capaz de laverdad, de ver y aceptar las cosas como son y, por lo tanto, de ver la majestad y la bondad y el amor de Dios en todo. Por eso se nos dice que Dios da gracia al humilde y se opone al orgulloso.
La castidad y la humildad vienen naturalmente seguidas por la paciencia.
El hombre “natural” o “caído” es impaciente, porque, al ser ciego para sí mismo, es rápido para juzgar y para condenar a los demás. Habiendo llegado a un conocimiento caído, incompleto y distorsionado de todo, mide todas las cosas según sus gustos e ideas. Siendo indiferente a todos excepto a sí mismo, quiere que la vida sea exitosa aquí mismo y ahora. La paciencia, sin embargo, es realmente una virtud divina. Dios es paciente, no porque sea “indulgente”, sino porque ve la profundidad de todo lo que existe, porque la realidad interna de las cosas, que en nuestra ceguera nosotros no vemos, está abierta a El. Mientras más nos acercamos a Dios, más pacientes nos volvemos y más reflejamos ese infinito respeto por todos los seres, que es la cualidad propia de Dios.
Finalmente, la corona y fruto de todas las virtudes, de todo crecimiento y esfuerzo, es el amor; el amor que, como ya hemos dicho, solo puede ser dado por Dios; ese don que es la meta de toda preparación y práctica espiritual.
Todo esto se resume y aúna en la petición final de la oración de Cuaresma, en la cual pedimos “conocer mis propias faltas y no juzgar a mi hermano”. Porque en último caso solo hay un peligro: el orgullo. El orgullo es la fuente del mal, y todo mal es orgullo. Los escritos espirituales están llenos de advertencias contra las sutiles formas de seudo-piedad, las cuales, en realidad, bajo la apariencia de humildad y auto-acusación, pueden llevar a un orgullo verdaderamente demoníaco. Pero cuando nosotros “conocemos nuestros propios errores” y “no juzgamos a nuestros hermanos”; cuando, en otras palabras, la castidad, la humildad, la paciencia y el amor son uno solo en nosotros, entonces y solo entonces el último enemigo -el orgullo- habrá sido destruido en nosotros.
Después de cada petición de la oración realizamos una postración.
Las postraciones no se limitan a la oración de San Efrén, sino que constituyen una de las características distintivas de la adoración de cuaresma. Aquí, sin embargo, su significado es dado a conocer mejor. En el largo y difícil esfuerzo de la recuperación espiritual, la Iglesia no separa el alma del cuerpo. El hombre completo ha caído lejos de Dios; el hombre completo ha sido restaurado, el hombre completo debe regresar. La catástrofe del pecado yace precisamente en la victoria de la carne -lo animal, lo irracional, la lujuria- en nosotros sobre lo espiritual y lo divino. Pero el cuerpo es glorioso, el cuerpo es sagrado, tan sagrado que Dios Mismo se “hizo carne”.
La salvación y el arrepentimiento no son desprecio hacia el cuerpo o negación de éste, sino la restauración del cuerpo a su verdadera función como expresión y la vida del espíritu como templo de la inestimable alma humana. El ascetismo cristiano es una lucha, no contra, sino a favor del cuerpo.
Por esta razón, el hombre completo –alma y cuerpo- se arrepiente. El cuerpo participa en la oración del alma, así como el alma ora a través y dentro del cuerpo. Las postraciones, la señal “psico-somática” del arrepentimiento y de la humildad, de adoración y obediencia, son de esta forma el rito de Cuaresma ‘par exellence’.
P. Alexander Schmemann, ‘La Gran Cuaresma’
«La Santa Escala», lectura espiritual para la Cuaresma
Si hay un libro especialmente recomendado para la Santa y Gran Cuaresma, sobre todo para los monjes, es sin duda «La Escala al Paraíso», obra inmensamente popular en la Edad Media que logró para su autor, Juan el Escolástico, el sobrenombre de «Clímaco», por el que es generalmente conocido [ya que «climax» en latín es «subida»].
El origen del santo se pierde en la oscuridad, pero posiblemente procedía de Palestina y se dice que fue discípulo de san Gregorio Nacianceno. A la edad de dieciséis años, se unió a los monjes establecidos en el Monte Sinaí. Después de cuatro años que pasó probando su virtud, el joven novicio profesó y fue puesto bajo la dirección de un hombre santo llamado Martirio.
Guiado por su padre espiritual, dejó el monasterio y se instaló en una ermita cercana, aparentemente para acostumbrarse a dominar la tendencia a perder el tiempo en ociosas conversaciones. Al mismo tiempo, nos dice que, bajo la dirección de un director prudente, logró salvar obstáculos que no habría podido vencer si hubiera intentado hacerlo por sí solo. Tan perfecta fue su sumisión, que tuvo por regla nunca contradecir a nadie ni discutir cualquier argumento que sostuvieran aquellos que lo visitaban en su soledad.
Después de la muerte de Martirio, cuando San Juan tenía treinta y cinco años de edad, abrazó por completo la vida eremítica en Thole, un lugar solitario, pero suficientemente cercano a una iglesia que le permitiera a él y a los otros monjes y ermitaños de la región poder asistir los sábados y domingos al oficio divino y a la celebración de los santos misterios. En este retiro, el santo pasó cuarenta años, adelantando más y más en el camino de la perfección. Leía la Biblia con asiduidad, así como a los Padres y fue uno de los santos más eruditos del desierto; pero todo su propósito era ocultar sus talentos y esconder las gracias extraordinarias con que el Espíritu Santo había enriquecido su alma.
En su determinación de evitar toda singularidad, tomó parte en todo aquello que era permitido a los monjes de Egipto, pero se alimentaba tan frugalmente, que más parecía probar los alimentos que comerlos. Su biografía refiere con admiración que era tan intensa su compunción, que sus ojos parecían dos fuentes que nunca cesaran de manar lágrimas y que en la caverna a la que él acostumbraba retirarse para orar, las rocas resonaban con sus quejas y lamentaciones.
Era sumamente solicitado como director espiritual. Ciertamente en una ocasión alguno de los monjes, sus compañeros, ya fuera por celos o quizás justificadamente, le criticaban por perder el tiempo en infructuosos discursos. Juan aceptó la acusación como un caritativo consejo y se impuso un riguroso silencio en el que perseveró cerca de un año. La comunidad entera le pidió que volviera a ocuparse en dar consejo a los demás y que no ocultara los talentos que había recibido; de esta suerte, él continuó impartiendo sus enseñanzas y llegó a ser considerado como otro Moisés en aquel santo lugar, «ya que subió al monte de la contemplación y habló con Dios, cara a cara, para después bajar a los suyos, llevando las tablas de la Ley de Dios, su escala de la perfección».
La Escala es un tratado completo de vida espiritual, en el que Juan Clímaco describe el camino del monje desde la renuncia al mundo hasta la perfección del amor. Es un camino que -según este libro- se desarrolla a través de treinta peldaños, cada uno de los cuales está unido al siguiente. El camino se puede sintetizar en tres fases sucesivas: la primera consiste en la ruptura con el mundo con el fin de volver al estado de infancia evangélica. Lo esencial, por tanto, no es la ruptura, sino el nexo con lo que Jesús dijo, o sea, volver a la verdadera infancia en sentido espiritual, llegar a ser como niños.
San Juan comenta: “Un buen fundamento es el formado por tres bases y tres columnas: inocencia, ayuno y castidad”. Una de las fases del camino es el combate espiritual contra las pasiones. Cada peldaño de la escala está unido a una pasión principal, que se define y diagnostica, indicando además la terapia y proponiendo la virtud correspondiente.
Según san Juan Clímaco, es importante tomar conciencia de que las pasiones no son malas en sí mismas; lo llegan a ser por el mal uso que hace de ellas la libertad del hombre. Si se purifican, las pasiones abren al hombre el camino hacia Dios con energías unificadas por la ascética y la gracia y, “si han recibido del Creador un orden y un principio (…), el límite de la virtud no tiene fin”.
La última fase del camino es la perfección cristiana, que se desarrolla en los últimos siete peldaños de la Escala. Estos son los estadios más altos de la vida espiritual; los pueden alcanzar los “hesicastas”, los solitarios, los que han llegado a la quietud y a la paz interior; pero esos estadios también son accesibles a los cenobitas más fervorosos. San Juan, siguiendo a los padres del desierto, de los tres primeros —sencillez, humildad y discernimiento— considera más importante el último, es decir, la capacidad de discernir. Todo comportamiento debe someterse al discernimiento, pues todo depende de las motivaciones profundas, que es necesario explorar. Aquí se entra en lo profundo de la persona y se trata de despertar en el eremita, la sensibilidad espiritual y el “sentido del corazón”:
“Como guía y regla de todo, después de Dios, debemos seguir nuestra conciencia”. De esta forma se llega a la paz del alma, la hesychia, gracias a la cual el alma puede asomarse al abismo de los misterios divinos.
El estado de quietud, de paz interior, prepara al “hesicasta” a la oración, que en san Juan es doble: la “oración corporal” y la “oración del corazón”. La primera es propia de quien necesita la ayuda de posturas del cuerpo: tender las manos, emitir gemidos, golpearse el pecho, etc. la segunda es espontánea, porque es efecto del despertar de la sensibilidad espiritual. En san Juan toma el nombre de “oración de Jesús” (Iesoû euché), y está constituida únicamente por la invocación del nombre de Jesús, una invocación continua como la respiración: “El recuerdo de Jesús se debe fundir con tu respiración; entonces descubrirás la utilidad de la hesychia“, de la paz interior. Al final, la oración se hace algo muy sencillo: la palabra “Jesús” se funde sencillamente con nuestra respiración.
Se nos dice que Dios le concedió una gracia extraordinaria para curar los desórdenes espirituales de las almas. Entre otros a quienes él ayudó, hubo un monje llamado Isaac, llevado casi al borde de la desesperación por las tentaciones de la carne. Juan se dio cuenta de la lucha que sostenía y después de elogiar su fe, dijo: «Hijo mío, acudamos a la oración». Se postraron ambos en humilde súplica y, desde aquel momento, Isaac quedó libre de sus tentaciones. Otro discípulo, cierto Moisés, que parece en algún tiempo haber vivido cerca del santo, después de acarrear tierra para plantar legumbres, fue vencido por la fatiga y se durmió bajo el ardiente sol, al amparo de una gran roca. Repentinamente fue despertado por la voz de su maestro y se precipitó hacia adelante, justo a tiempo para evitar el ser aplastado por un alud de piedras. San Juan, en su soledad, tuvo conocimiento del peligro que lo amenazaba y había estado rogando a Dios por su seguridad. El buen hombre tenía entonces setenta años de edad, pero a la muerte del abad de Monte Sinaí, fue unánimemente escogido para sucederle. Poco después, durante una gran sequía, la gente acudió a él como a otro Elías, rogándole que intercediera ante Dios por ellos. El santo encomendó su desgracia al Padre de las Misericordias y una abundante lluvia contestó a sus oraciones.
Tal era su reputación, que san Gregorio Magno, que ocupaba entonces la Silla de San Pedro, escribió al santo abad pidiéndole sus oraciones y enviándole camas y dinero para el uso de los numerosos peregrinos que acudían al Monte Sinaí. Durante cuatro años, San Juan gobernó a los monjes con tino y prudencia. Sin embargo, había aceptado el cargo con cierta renuencia y encontró manera dé renunciar a él poco antes de su muerte. Había llegado a la edad de ochenta años, cuando entregó su alma en la ermita que le había sido tan querida. Jorge, su hijo espiritual, que le había sucedido como abad, rogó al santo agonizante que no permitiera que ellos dos se separaran. Juan le aseguró que sus oraciones habían sido oídas y el discípulo siguió a su maestro en el lapso de pocos días. Además del «Climax» -como se titula su «Escala al Paraíso»- tenemos otra obra de san Juan: una carta escrita al abad de Raithu, en la que describe las obligaciones de un verdadero pastor de almas. En el arte, Juan es siempre representado con una escalera.