Gál 3,15-22: Hermanos, hablo desde un punto de vista humano: un testamento debidamente otorgado, aunque sea de un hombre, nadie puede anularlo ni añadirle cláusula alguna. Pues bien, las promesas se le hicieron a Abrahán y a su descendencia (no dice «y a los descendientes», como si fueran muchos, sino y a tu descendencia, que es Cristo). Lo que digo es esto: un testamento debidamente otorgado por Dios no pudo invalidarlo la ley, que apareció cuatrocientos treinta años más tarde, de modo que anulara la promesa; pues, si la herencia viniera en virtud de la ley, ya no dependería de la promesa; y es un hecho que a Abrahán Dios le otorgó su gracia en virtud de la promesa. Entonces, ¿qué decir de la ley? Fue añadida en razón de las transgresiones, hasta que llegara el descendiente a quien se había hecho la promesa, y fue promulgada por ángeles a través de un mediador; además, el mediador no lo es de uno solo, mientras que Dios es uno solo. Entonces, ¿va la ley contra las promesas de Dios? Ni mucho menos. Pues si se hubiera otorgado una ley capaz de dar vida, la justicia dependería realmente de la ley. Pero no, la Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que la promesa se otorgara por la fe en Jesucristo a los que creen.
Fuente: Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española