I Domingo de Lucas


Reclamos de la pesca milagrosa


El lugar es la orilla del lago de Genesaret. Jesús encuentra a unos pescadores que lavan sus redes, uno de ellos es Pedro; El Señor entra en una de las dos barcas y dice a Pedro: «Lleva la barca mar adentro, y echa tus redes para pescar.» Pedro contesta: «Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada; mas, (confiando) en tu palabra, echaré las redes.»


Hoy, a la palabra dulce del Señor, la tenemos en la Biblia: ¿Quién de nosotros confía en ella? ¿Quién es conciente de que es «palabra de vida», que ha de acompañarnos, sea cual sea la ocasión?


Simón y sus compañeros, cuando correspondieron al mandato del Señor, alcanzaron gran cantidad de peces; así que llamaron a los de la otra barca para que les ayudaran. Felipe también, uno de los discípulos, apenas encontró a Jesús el Mesías, se apresuró a llamar a su amigo Natanael (Jn 1: 46).


¿Has cosechado tú algún fruto de las palabras del Señor, para llamar a tus amigos a que participen contigo de la Gracia?


Las dos barcas se llenaron a tal grado que casi se hundían. Cuando Pedro lo vio, se postró ante el Señor y dijo: «Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador.» Se dio cuenta de la incompatibilidad de sus pecados con la pureza de Jesús, se advirtió de la distancia entre su propia indignidad y la abundancia de la misericordia del Señor. ¿Quién de nosotros ha sido tan tajante en asimilar que no se trata de hacer convivir nuestros pecados con algunas ideas o ética cristianas? Nuestra religiosidad light no quiere detenerse de pedir, exigir y reclamar a Dios peces, grandes y pequeños, sin importarle que estemos en su Presencia. De tal manera los israelitas, en el Antiguo Testamento, reclamaban a Moisés y murmuraban contra su Dios: «¿Qué vamos a beber? ¿Qué vamos a comer?», en vez de bendecirlo por todo lo que les había hecho cuando los sacó de Egipto, y de llorar la pequeñez de su comportamiento ante la ternura de Dios para con su pueblo. No así Pedro. Él valoró y se prosternó.


El asombro se había apoderado de él (Pedro) y de cuantos con él estaban: La penitencia provoca también una admiración parecida; de hecho, admirar la belleza de Dios, su amor y su cercanía a nosotros forman la parte esencial de nuestra postración penitencial. San Teófano el Recluso dice: «Mientras la habitación esté inmersa en la oscuridad, jamás advertiremos su inmundicia; pero en cuanto sea iluminada con una luz vigorosa, podremos ver hasta el grano de polvo más minúsculo. Lo mismo pasa en la habitación de nuestra vida, la luz de Cristo que penetra en ella nos hace percibir de un modo verdadero nuestro pecado personal.»


A Pedro, purificado por su confesión, el Señor le dice: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres.» Como si le dijera: «Como yo te he atraído a ti, tú atraparás a muchos... No temas el ambiente pecaminoso que te rodee: eres enviado de parte del Señor: Él te dará fuerza, paz y compasión para que conquistes al alma necesitada, y la atraigas a la presencia del Cristo, y quede admirada.»


Cuando los discípulos llegaron a tierra, dejándolo todo, lo siguieron. ¿Qué son las redes, y qué las barcas, ante la belleza y la luz de este Hombre? Y tú, oh alma, ¿acaso todavía sigues cautivada en las redes de tus deseos y vanagloria, o quieres ser capturada por Cristo, pescador de hombres?


La fe del pescador y del apóstol


En el evento de la pesca milagrosa, el Señor, conforme a su costumbre, encamina al hombre del acontecimiento histórico a la esencia didáctica, de la experiencia al objetivo: para Él no es un mero acto milagroso sino una ocasión oportuna para convertir a Pedro, un pescador sencillo, en un apóstol. ¿Cuál fue la experiencia que Simón vivió, y cual fue el resultado?


Generalmente la pesca se lleva a cabo durante la noche, cuando el pescador ataca la tranquilidad del mar y sorprende a los peces con su red. Aquí Pedro, un pescador profesional, confiesa su fracaso: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada.» Mas la palabra de Dios es capaz de atraer a los peces sin consideración alguna de la hora: la red del Señor los atrapará aun a pleno día. Ésta es la experiencia del pescador Pedro. La exclamación «en tu palabra, echaré las redes» lo convierte en un pescador de hombres. Se trata de un cambio en su fe: de un judío que ve en Jesús a un rabí (maestro) cuya palabra es digna de obedecer, a un hombre que mira a Cristo como a Dios ante Quien se presenta con humillación y por Quien se deja todo.


La primera fe, la del pescador –que considera a Cristo como un maestro de religión a quien se debe dar el timón del barco para «enseñar a la muchedumbre» (Lc 5:1)– es una fe aceptable, primaria y básica para acceder a la que es más profunda, que hace de la apostolicidad nuestra constante preocupación: «la profesión del cristiano es ser cristiano», nos dice san Gregorio el Teólogo. Desde luego, esto no significa abandonar nuestros trabajos dado que el mismo Pedro no dejó la pesca. Nuestra vocación es que, estemos donde estemos, y en cualquier lugar o profesión que ocupemos, seamos siempre apóstoles y sigamos a Cristo sin interrupción.


Es bueno que demos a Cristo el timón de nuestra vida convirtiéndonos de la fe del pescador a la fe del apóstol, quien, como luz en el faro, da testimonio del deseo del Señor: «Que todos los hombres se salven y hacia el conocimiento de la verdad adelanten» (1Tim 2:4). Amén.


LECTURAS


Lc 5,1-11: En aquel tiempo, estando Jesús de pie junto al lago de Genesaret, vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron.



Fuente: iglesiaortodoxa.org.mx / Sagrada Biblia de la Conferencia Episcopal Española