El atuendo apropiado
«Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?»
Entre los que entraron al banquete hubo uno que fue arrojado fuera porque no llevaba puesta la ropa de bodas. La vestimenta es la apariencia exterior que expresa la condición espiritual interior; la ropa es también la imagen de los anhelos y pasiones.
¿Cuál es entonces la vestimenta de bodas que el Señor exige nos pongamos a fin de permitirnos entrar en el Reino y participar de la alegría de su Hijo?
Previo al Bautismo, el niño es despojado totalmente de su ropa, es desvestido de todo lo terrenal; y cantamos: «Vosotros que en Cristo os habéis bautizado, de Cristo os revestisteis.» Sí, Cristo mismo es la vestimenta genuina para las bodas. El bautizado es revestido con un atuendo blanco, el cual porta la luz del rostro de Jesucristo. Cuando actuamos indebidamente, estaremos manchando esta vestimenta blanca y desfigurando el rostro de
Cristo con nuestras acciones.
Quien se revista de Jesús debe andar siempre como Él. Si se encuentra frente a un pobre actuará tal como Jesús lo haría; si con una persona abrumada, lo consolará como el Maestro divino actúa.
Revestirse de Jesús no tiene que ver solamente con el comportamiento sino también con el pensamiento interior, dice san Pablo (1Cor 2:16).
Los sueños deben ser los de Cristo, los deseos y anhelos también.
Debemos mantener la vestimenta blanca y brillante; sin embargo, no siempre los intentos son coronados con éxito, y nuestro vestido se va enturbiando igual al de un ladrón o un esclavo, dejando de ser así un vestido de bodas. Frente a esta triste realidad –al pensar y observar dónde estamos y dónde realmente deberíamos estar–, el libro de Apocalípsis nos anuncia que aquellos que han soportado grandes dificultades y tentaciones «han emblanquecido su vestimenta con la sangre
del cordero» (Ap 7:14).
Dejemos que nuestra vestimenta sea blanqueada en la sangre del Cordero sacrificado por nosotros.
Cada vez que veamos nuestra debilidad, nuestras dudas y todo aquello que manche la pureza de la luz del rostro de Cristo en nosotros, corramos para que la Sangre del Cordero, que se nos entrega en cada divina Liturgia, nos emblanquezca. Nos acercamos con temor de Dios y con amor y fe a participar de la Sangre del Cordero para que lave nuestro rostro pecador con verdadero arrepentimiento, confesión y disposición a las obras de la virtud y a una vida cristiana sincera. De este modo, recuperamos la belleza del rostro divino y emblanquecemos el atuendo bautismal.
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